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jueves, 19 de agosto de 2010

"La ortodoxia de la sangre", por Antonío Díaz

Vía: Hasta el rabo todo es toro

Sencillamente extraordinario:



Dicen que la sangre de los hombres huele a metal, a hierro, por aquello de que el hierro es a la hemoglobina lo que el Toro a la tauromaquia. El olor que desprende la linfa de los toreros, que sirve para revelar, sin tapujos, su verdadera condición, varía dependiendo sobre que raza de toreros estemos apuntando.


Las heridas, escasas, de los que hacen como que se juegan la vida, rezuman y exhalan olores a gasolina y nicotina, tan adictivos como repulsivos. Esencia y toreo industrializado al por mayor, de venta en surtidores y estancos, -de primera, segunda o tercera, que más da- que han acabado eliminando y arrinconando a la tienda de ultramarinos que se esconde bajo la descascarillada fachada, la quincallería de la esquina o la vieja carbonería, lugares en donde no se vendía nada, pero en los que era frecuente encontrar pureza en el género, sabores recios en las talegas de las especias y calor y amparo en el carbón hurtado de las entrañas de la tierra.


A los tios que se juegan la pelleja sin mentiras ni fullerías la sangre les huele a romero y tierra mojada, alegorías terrenales del ciclo de la vida y la muerte; de la liturgia taúrica de los tres tercios; de la lucha de igual a igual entre hombres con corazón de Toro y Toros con la astucia de los hombres; del polvo somos y en polvos nos convertiremos, que se repite todas las tardes, en lugares tan dispares y con gentes tan opuestas que hacen de la plaza de toros uno de los pocos lugares donde la voz del pueblo no atiende a la voz del amo, ni la del animal a la de la mano que le da de comer.

¿Hay en estos tiempos de cretinismo humano personajes más auténticos; filósofos que sepan más, por el contraste entre sus carnes abiertas y su leyenda de héroes con la capacidad de su bolsillo y la forma de vida, de los albures de la vida; o mejores defensores del orden de la naturaleza que los toreros? Lo pongo en duda, pero más que nada por no parecer un lunático de la madre tauromaquia. Para el lector que necesite evidencias como Santo Tomás de Aquino, que meta el dedo en las llagas culturales y humanistas que nos rodean: Obama de Premio Nobel; el sillón eñe minúscula de la Real Academia Española es de Ansón y sus razones, la uve mayúscula es otra de las propiedades del Priso Juan Luis Cebrián y la u minúscula se le queda chica al estomagante Muñoz Molina; el séptimo arte lo tenemos adulterado por la proliferación de personajes hechos de pixels y bits, que acabaran por convertir el oficio de actor en el de mamporrero con verbigracia; la primera gran obra literaria del siglo XXI, según la crítica y las ventas, es una trilogía de novelas sobre una chica, agujereada y tatuada, que parece un chico, que no le dice never ni a la carne ni al pescado, que hace de su vida un juego con hombres y ordenadores, que vienen a ser casi lo mismo; los musicales de Broadway y Mecano, con sus niñas monas cuasi raptadas de castings de telebasura, siguen invadiendo los teatros, otrora ruedo de actores de método, capaces de enloquecer interpretando al Quijote, al Licenciado Vidriera o al Perote de Lope de Vega; y el postre o la postra, el colofón o colofona, lo pone Zapatero, con su sonrisa de intelectual, sus cejas de ente interesante y su talante de hombre sereno, cabal y bueno, por aquello de antitaurino -casi todo el mundo ya conoce que el aficionado a toros es un vándalo que merece la horca o una invasión de la OTAN cuando saque el pañuelo verde en el tendido-. Me da vergüenza que el presidente de cuarenta y siete millones de personas asista a las cumbres internacionales con el botijo, la boina y el peine en la cartera, incapaz después de seis años en Moncloa de manejarse en inglés con sus homólogos, necesitando en la cuadrilla un traductor, como si se tratáse del presidente de Ruanda, Sri Lanka u Osetia del Sur. Su preocupación radica en hablar catalán, mucho más rico y necesario que el inglés, idioma que manejan seiscientos millones de personas, entre los que se encuentran muchos españoles sin trabajo, sin dinero y sin talante. Definitivamente, la tauromaquia además de ser eterna, sigue siendo lo más moderno que pueden ver nuestros ojos, mientras no nos dejen ciegos. Englobar la tauromaquia como una rama de la cultura es menospreciarla y rebajarla. El toreo, ya lo dijo un sabio, es grandeza.


Ortodoxia y Heterodoxia. No son dos ramas filosóficas orientales -que bien podrían serlo-, ni dos de esos nombres tan poco amables para su portador con los que nuestros bisabuelos bautizaban a sus hijas. Es de necios denunciar que la ortodoxia es la bandera que utilizamos los aficionados integristas para fastidiar al prójimo, un capricho estético en los gustos de este mismo sector o un mandamiento de unos cuantos dinosaurios que se resisten a desvincularse del pasado. El Toreo sólo puede ser ortodoxo, no hay opción. A lo otro, lo heterodoxo, le reconozco y no se me caen los anillos, que puede ser bello, cautivador e incluso emocionante, pero sigue adoleciendo del sentido, continua sin satisfacer la finalidad misma del toreo: dominar los impulsos de un animal indómito.



- Pero que listillo que es el de Hasta el rabo todo es toro, ¿acaso los heterodoxos no son toreros ni se llevan cornadas, ni ponen su vida en juego?

Pues claro que sí, faltaría más. Si hablamos de que éste es un oficio, tenemos que decir que en todos los trabajos ocurren accidentes, en ocasiones culpa del material y de las herramientas, que por desgastadas o defectuosas te pueden jugar una mala pasada. Sin embargo, la estadística dice que en la mayoría de los casos todo viene por un error humano: exceso de confianza y desatención ante un laburo tedioso, que ya nos conocemos de memoria; pluriempleo, demasiados dias trabajando a la semana; o simplemente, incapacidad para desarrollar una actividad.


De forma análoga a estos pegapases -que es lo que son- heterodoxos, existen personas mutiladas en accidentes ferroviarios mientras cruzaban en burro un paso a nivel a las que a nadie se le ha ocurrido llamarlas maquinistas; o calificar como pilotos a las miles de víctimas que estaban en las Torres Gemelas y que perecieron a causa del choque de los aviones. A cada cosa, por su nombre. Y estos ni son toreros, ni siquiera lidiadores; sí matadores de toros, más por la alternativa que por la maña.


Los clásicos -mucho mejor que ortodoxos-, viven y sienten de otra manera. Para empezar, gracias a su pata pa'lante, su estima por el pitón contrario y su vergüenza, hacen que junto a los trastos de torear y los de matar, entre las puntillas y los verduguillos, viaje la guadaña junto a su dama. No hay tarde que no estén expuestos a ellas. Son los verdaderos novios de la muerte sin necesidad de cabra, himno o legión.


Los de los unos y los hotros, son miedos muy diferentes. A los distintos, que no asumen al burí como enemigo, sino como colaborador, les asusta el toro y sus cositas: el calamocheo, el gazapeo, el geniecito o el gañafoncito. La muerte, la tragedia, les suena a NO-DO, a Matías Prats y a Manolete. A fachas y señoritos. Los otros, los puros, que conocen bien el percal, se dejan cada tarde los cuartos, las escrituras del cortijo y la fotografía de la familia en la mesita del hotel, y marchan montera en mano para la plaza, a vencer sus miedos, entre los que no se encuentra el del Toro, al que sin embargo, respetan y veneran. El orden de importancia que conceden a sus temores son el fracaso y la muerte, aunque algunos, por la proximidad y el roce con ella terminan por tratarla de tú. Al fracaso, a la responsabilidad, sin embargo, no pueden apuntillarlos hasta que no se cortan la coletilla.



Si estos días tienen el privilegio de pasear por Sevilla -abanico en mano- notarán que el olor a azahar que pregona la letrilla hace ya que caducó, y que el de la cera y el incienso se encerró junto la Virgen de la Aurora en Resurrección, hasta el año que viene. El aroma de este agosto en la atmósfera sevillana está impregnado de romero y tierra mojada, y no porque haya vuelto el Faraón, con sus legiones curristas, ni porque los barcos que subían por el Guadalquivir con el albero para la Maestranza hayan vuelto a la ruta. Ese olor proviene del monte del Baratillo, de la sangre de un tío de la tierra al que jamás podrán decirle que lo pilló el tren paseando por los andenes y la periferia o que lo volteó un avión, mientras pensaba en las musarañas de Cuvillo. Huele a gente que quiere ser, y es, algo en esto por méritos propios. Huele a Luis Mariscal.



Gentes como Mariscal, el Boni, Luis Carlos Aranda, Montoliú, Carretero, Domingo Navarro o Trujillo, son las que hacen que el aficionado más cuerdo siga perturbándose cada vez que acude al tendido. Gracias a todos ellos, y algunos más, me reafirmo en mis trece: si volviera a nacer cien veces, cien veces que volvería a ser aficionado a los toros.
Y a los toreros buenos.
 

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